Vidas paralelas: Indira

Mi nombre es Indira, y nací en algún lugar del centro de la India.
Nací mujer, y nací primogénita.
No fui, sin embargo, una decepción para mis padres. Mi madre era joven, y fuerte. Tendrían más hijos, le dijo mi padre, sonriente, cuando me colocaron en sus brazos. Tendrían más hijos y yo, la mayor, ayudaría a cuidarlos.
Así, con esta sentencia que mi padre emitió de la manera más natural del mundo, comenzó mi vida.
Pero, al principio, no lo noté. No noté que había sido destinada, desde el nacimiento, al cuidado de otros. Mis padres me amaban y se amaban, yo tenía derecho a toda la atención de mi madre, y era una niña sana y bonita, vivaracha y feliz.
Feliz, feliz… Recuerdo la felicidad de mis primeros años, en brazos de mi madre o de mi abuela, que vivía en la misma aldea, apenas unas casas más allá.
Recuerdo los juegos sobre las rodillas de mi padre, cuando volvía del campo al atardecer y se sentaba conmigo mientras mi madre preparaba la cena.
Recuerdo la leche de los pechos de mi madre y, más adelante, las papillas de arroz blando, las verduras, los pasteles de miel y mantequilla… El placer de comer, de dormir, de crecer rodeada de amor y de alimento.
Y es que mis padres no eran pobres. Tenían tierras, y algunos animales, y una casita humilde de suelo de tierra, y ropa y comida suficientes para sobrevivir con cierta holgura.
Vivíamos en el campo y del campo. Gente sencilla, del color de la tierra de la que éramos hijos. Un hogar pequeñito y alegre. Mi casa. La casa de mi infancia, a la que echaría de menos muchas veces en los años que vinieron después.
Desde que recuerdo, yo cantaba y danzaba. Cantaba las canciones que oía de mi madre, de mi abuela, de las otras mujeres de la aldea cuando iban a por agua, o se sentaban a hilar en la puerta de sus casas. Cantaba las canciones del viento, del arroyo, del lago y de la jungla. Las canciones del olor de la tierra, del humo de los fuegos, de la risa y el llanto, del girar y girar de las estrellas en el cielo nocturno, y mi cuerpo danzaba al ritmo de mi canto.
 Danzaba solo, por instinto, sin haberlo aprendido de nadie. Danzaba porque sí, porque esa era su naturaleza, y porque así se expresaba mi vida y mi ser. Yo era danza. Yo era canción. Yo era ritmo,  y armonía, y cuando me dejaba llevar por mi don, la música y la danza me envolvían, me llenaban de ellas, me llevaban con ellas de la mano a un mundo donde yo podía ser más yo misma. Yo era armonía y flujo. Yo era Indira, y tenía mi don, y a ese don quería ser fiel el resto de mi vida.
Poco a poco, fueron llegando mis hermanitos. Dos varones, uno tras otro, con apenas dos años de diferencia. Cuando yo cumplí siete años, Hamid, el mayor, tenía cuatro, e Isa, el más pequeño, sólo dos.
Entonces, mi madre decidió que ya era tiempo para ella de volver al campo, y ayudar a mi padre en las tareas de labranza, y que yo era ya lo suficientemente mayor como para hacerme cargo de los dos pequeños. Y así comencé a cuidar. A ser responsable de otros.
No fue tan malo. Al principio, no fue tan malo. Yo cantaba y bailaba para mis hermanos, y para los perros, y para la cabra., y para la gente del pueblo que, cuando pasaba, se quedaba un rato mirando, y felicitaba sonriente a la pequeña artista antes de seguir con sus ocupaciones.
Yo era feliz. Era feliz, a pesar de la dureza de las tareas, de lo duro y monótono de la vida en ese remoto lugar perdido.
Yo era feliz, y soñaba. Sonaba con ser una cantante y bailarina famosa, con poder mostrar mi don ante el mundo entero, con la admiración y el reconocimiento de un público entregado, con una vida libre, luminosa, bella. Yo era feliz, y quería seguir siéndolo.
Y fue pasando el tiempo. Y mis padres me prometieron. Me prometieron con el hijo mayor del comerciante de la localidad, un chico tres años mayor que yo, moreno, guapo y serio, al que conocía de toda la vida, y que con frecuencia, cuando tenía un rato libre, venía a sentarse en el pequeño círculo de niños y animales que me rodeaba, y me miraba cantar y bailar.
A mí, de entrada, no me incomodó que nos prometieran, porque mi vida no cambió para nada por ello. Hasta que cumplí los trece años, y se comenzó a hablar de boda. De boda. Yo no quería casarme. No lo deseaba en absoluto. No era esa la vida que había planeado para mí. Y se lo dije a mis padres. Se lo dije una y mil veces. Yo quería ser, yo era una artista, y eso era todo lo que deseaba para mí. Yo no quería ser la esposa de nadie. No quería entregar mi libertad a ningún hombre.
Mis padres me escucharon, al principio divertidos, después enfadados, finalmente, serios y severos.
Mi madre lloró. Lloró muchas veces, dolida, avergonzada y asustada por la rebeldía de su hija.
Mio padre se negó a tomarme en serio. Finalmente, pronunció la sentencia inapelable:
-Te casarás en Mayo, al cumplir los catorce años.
-¡Pero yo quiero cantar y bailar!
-Cantarás y bailarás para tu esposo.
Y así fue.
El día de mi boda fue una fiesta en toda la aldea. Ataviada con mi sari de seda, con las joyas de oro de mi madre, cubierta de flores y oculta por un velo rojo, fui llevada en palanquín primero a la ceremonia, y luego a la casa de mi esposo.
Él tenía diecisiete años. Yo, catorce.
En la casa vivían también los padres de mi marido, así como sus hermanos y hermanas menores. Era una casa grande, ruidosa y cálida. Mi suegra, bajo cuya autoridad estaba, era una buena mujer, comprensiva con mi juventud y mi inexperiencia, y conocía de toda la vida a mis cuñados y cuñadas.
Teníamos una habitación para nosotros solos, y la promesa de una pequeña casita que se construiría en las tierras de mi suegro.
Con las novedades, casi olvidé que no amaba a mi marido. Que quería ser libre y ser artista. Que vivía en una cárcel amable y cariñosa, pero en una cárcel, finalmente, que no había escogido.
Al año, nos mudamos a la nueva casa. Mientras tanto, mi marido, al que llamaré Rashid,  y yo, habíamos aprendido a acoplar nuestros cuerpos, y yo, incluso encontraba placer en nuestra unión. Y, como me habían dicho mis padres, yo cantaba y bailaba para él. Y él me amaba.  Y yo llegué a creer que le amaba.
Entonces quedé embarazada de mi primer hijo.
Mi pequeño. Mi amor. Mi hermoso, tierno, queridísimo hijo mayor.
Vino en el agosto de mis diecisiete años, en un parto en el que yo creí morir, aunque tanto mi madre como mi suegra como las demás mujeres afirmaron que fue sencillo y sin complicaciones.
En cuanto le vi, lo amé.
El niño mamaba de mi pecho, y yo le cantaba, cantaba para él canciones que me salían del corazón y de la entraña. Y después le bailaba. Bailaba para él, y me reía, y él se reía, mi hermoso muñeco de carne morena, y yo giraba y giraba con él en mis brazos, por la explanada que se extendía delante de la casita.
Pasábamos mucho tiempo a solas, el niño y yo, porque después de varios meses en casa de mis suegros, habíamos vuelto a nuestra casa, y porque mi marido, que trabajaba con su padre, no volvía nunca antes de la noche.
Yo fui feliz hasta que el pequeño comenzó a andar. Y me quedé embarazada de nuevo.
Entonces comprendí. Comprendí que mi vida nunca sería lo que yo había soñado. Que, hijo tras hijo, responsabilidad tras responsabilidad, año tras año, me convertiría en una mujer más de la aldea, como mi madre, como mi suegra, cada vez más vieja, más atada, más vencida por la vida que otros habían decidido para ellos.
Poco a poco, se fueron apagando mis ganas de cantar.
Entre los diecisiete y los veinticinco años, tuve cinco hijos, tres varones y dos pequeñas mujercitas.
Los amé. Los cuidé.
Todos ellos tocaron a mi corazón mientras eran bebés, y todos ellos se convirtieron en una carga cuando dejaron de serlo.
Odiaba a mi marido. Odiaba a mi vida.
Y se me heló en las entrañas el amor por mis hijos.
Poco a poco, sin darme cuenta, me fui volviendo loca. Y decidí marcharme. Y volver a cantar, y a bailar, y a ser libre. A ser yo.
Y me marché.
Mi deseo y mi fuerza atrajeron al pueblo a un grupo de artistas ambulantes.
Y me marché con ellos.
Me marché convenciendo al jefe de la trouppe de que sabía cantar y bailar.
Y sabía. A pesar del tiempo que hacía que estaba muda y quieta, mi don seguía intacto.
Canté y bailé para él. Y le ofrecí mi cuerpo, que, increíblemente, seguía siendo hermoso.
Él me ayudó a huir, escondiéndome en el carromato de uno de sus músicos, que se marchaba primero del pueblo para preparar la actuación en el siguiente lugar.
Así, y dado que ellos aún permanecieron en la aldea unos días más, nadie sospechó que me iba con ellos.
Y comenzó otra etapa de mi vida.
Estuve dos años con la compañía ambulante. Dos años a la vez terribles y hermosos.
Terribles porque estaba con un hombre a quien no amaba, amable al principio, sádico y cruel más adelante, al que complacía con mi cuerpo y fingía querer, a cambio de que me permitiera cantar y bailar. Que era lo hermoso.
Yo cantaba y danzaba, y el público, no importaba que fuera de aldeas o de ciudades, se extasiaba, y yo me sentía transportada a un mundo de armonía donde quería vivir para siempre.
Y no me importaba la dureza de la vida nómada, la paga miserable, ni lo que había dejado atrás.
Mis hijos. Mis hijos, en los que no pensaba, de los que no me acordé ni una sola vez, ni despierta ni dormida, más que de manera fugaz. Mis hijos, enterrados en el fondo de mi ser para poder seguir viviendo.
Hasta que llegó Yamuna. Joven, guapa, buena cantante y danzarina, me sustituyó de inmediato en la cama de mi amante y en el escenario.
Ella era la estrella, y yo, el pasado.
Cuánto sufrí, resulta difícil de expresar.
Sufrió mi orgullo. Y sufrió mi alma, cuando se volvió a ocultar mi don.
No pude tolerarlo, y me marché.
Tenía algo de dinero. No mucho.
Me uní a unos comerciantes que iban a Calcuta y me marché sin despedirme. Sencillamente, cogí mis cosas y me fui.
Caminé y caminé, durmiendo bajo los árboles, comiendo apenas, forzando a mi cuerpo, aún joven y fuerte, a llevarme a donde iba.
Por las noches, con frecuencia, los comerciantes encendían una hoguera, y yo cantaba y bailaba para ellos, pagándoles así mi pasaje. Eran hombres buenos, y me respetaron.
En Calcuta, en el caos infernal de Calcuta, la ciudad más grande que había visto en mi vida, no sé qué hubiera sido de mí si el jefe de los comerciantes no me hubiera aconsejado una posada donde pasar los primeros días.
Allí conocí a Ahmed. Anciano, pero todavía fuerte, y solo en el mundo, vivía en la posada, ocupando de forma permanente algunas habitaciones, junto con una criada mayor que lo cuidaba. Era rico. Me vio y me amó.
Y yo acepté su amor, y me entregué a él y lo convertí en la llave para mi sueño.
Tengo que decir que lo quise, aunque no como hombre. Mi cuerpo se entregaba con indiferencia a sus caricias, pero creció en mí un amor de agradecimiento, porque me ayudó, y nunca dejó de ayudarme, desde que me vio bailar en el patio de la posada (así pagaba mi estancia) hasta mi muerte.
Mi cuerpo. Mi cuerpo nunca se había entregado por amor.  Yo nunca me lo planteé. Porque mi deseo era otro, y lo mismo que usaba mi cuerpo como instrumento en la canción y en la danza, también lo usaba para sobrevivir, y para conseguir lo que necesitaba.
Pero amé a Ahmed. A mi manera.
Pronto nos mudamos a una casa grande, con un inmenso jardín donde construí mi teatro. ¡Mi teatro! El lugar donde, por fin, yo sería el centro, la clave, el eje alrededor del cual todo giraría. Yo y mi don. Yo y mi ambición. Yo y mi deseo de brillo y libertad.
Pero libertad nunca tuve, y allí, tampoco. Éxito, sí. Un éxito moderado, pero (casi) suficiente. Busqué músicos y bailarinas, y entre todos construimos algo hermoso. Y el público respondió. Y gané dinero, aunque Ahmed nunca dejó de proveerme de lo necesario.
La propia Harira, la criada, que me odió, y con razón, al principio, por manipular a su amo, se rindió luego a la evidencia de mi talento, y me fue leal, sobre todo al ver que no había otros hombres para mí.
Para mí, no había más que yo.
Un día llegó mi marido. Claro, que yo no lo supe hasta que llamó a mi puerta después del espectáculo.
Habían pasado más de diez años desde mi abandono, y al principio titubeé en reconocerle. Pero él, a mí, no.
-Indira.
Toda mi vida cayó sobre mí. En aquellos diez años no había pensado ni una sola vez en mis hijos.
-Indira.
-¡Tú!
-Indira, ¿cómo has podido?
-¡Calla! Y dime, dime… ¿cómo están…ellos?
Estaban bien. Desde el mayor, con casi veinte años, hasta el pequeñín de once.
Habían prosperado. Mi marido era ahora un comerciante acomodado, ayudado por nuestro hijo mayor, las niñas se habían casado –yo tenía ya tres nietos-, y los dos pequeños aprendían el oficio de su padre.
Yo estaba… en shock. Él, poco a poco, fue subiendo el tono. La rabia lo ahogaba cuando me habló de su vergüenza, de su desesperación, del dolor de sus padres y de los míos –ya muertos sin saber de mí-, de la absoluta desolación de mis hijos.
Mis hijos. Mis hijos, abandonados sin una mirada, criados sin mí, perdidos para mí, sacrificados a mí…
Mi marido me zarandeó, y yo lo dejé hacerlo. Hasta que me arrojó, en un paroxismo de rabia, contra una columna en la que me golpeé la cabeza.
Cuando me desperté, él se había ido, y yo apenas podía moverme.
Nunca más volví a moverme con facilidad.
Ahmed me cuidó. Contrató mujeres que me atendieran. Nunca me faltó de nada.
Pero aquélla tarde me morí por dentro.
Mis hijos. Me obsesionaba el pensamiento de mis hijos. La culpa me ahogaba, y me desgarraba entre el deseo de abrazarlos, y el terror de que me vinieran a reprochar mi monstruosidad.
Engordé. Mi cuerpo, mi hermoso cuerpo, habituado al ejercicio y a la armonía de la danza, sucumbió al tiempo y a la inmovilidad y al exceso de comida con el que intentaba paliar mi angustia.
Y, en medio de mi tormento, me decía que era justo. Que era justo que pagara por lo que había hecho. Que era justo, pero que era demasiado para mí.
A los dos años, decidí morir.
Y me envenené.
No puedo describir el sufrimiento de mis horas finales, con todo mi interior ardiendo por la corrosión.
Entre dolores atroces, clamando por la muerte, pedí otra oportunidad.
Otra oportunidad, y otra, y otra, de no desviarme jamás de mi deber. De no abandonar a los míos. De no abandonar a los míos. De no abandonar a los míos.
Y morí.
Vida tras vida he tratado de cumplir mi juramento. He pagado y pagado, y –ahora lo veo- hecho pagar a otras criaturas por lo que pasó.
Por lo que, tal vez, tenía que pasar.
Ahora estoy cansada.
Es hora de marcharme, y de dejar en libertad a las criaturas de mi alma, mis hermanas, de continuar sin cortapisas el camino.
Es tiempo, para mí, de morir, y de dejar este cuerpo que ya no es mío, que nunca fue mío, a quien debe seguir viviendo en él.
Es el tiempo de ir a donde tenga que ir.
Pido a dios que me haya perdonado. Y que me hayan perdonado mis hijos.
Y pido a mi hermana XXX, que esto escribe a mi dictado, que me ayude con amor a partir.
Así sea.

Septiembre 2012



1 comentario:

  1. Es hermoso lo que escribiste y me vino a la cabeza algo.
    Tuve un recuerdo de una vida de bailarina en un harén. Fui la favorita del sultán y la madre de su hijo primogénito, pero no era el heredero porque yo era una concubina, no una esposa. Sufrí mucho por mi hijo, porque no tuviera los derechos que merecía.
    Todo el mundo nos trataba bien, pero yo deseaba más para él.
    Fui envejeciendo, y aunque otras mujeres más jóvenes pasaron a ocupar la alcoba del Sultán, en el fondo nunca dejó de admirarme. Creo que realmente nos amamos.
    No recuerdo más de esa vida. Sólo la rabia y el orgullo.
    Curiosamente, en esta vida he tenido conflictos con mujeres que son bailarinas, y aunque nunca me he dedicado al baile es algo que se me da bien.

    Indira me hizo recordar a mi concubina.

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